jueves, 13 de diciembre de 2012

Querido diario



A las ocho de la noche prendí el carbón para asar la carne, con los preparativos que eso implica [fui a Sam’s. Sí, a Sam’s, a pesar de que en esta época todos aprovechan para ir más de paseo que por necesidad y compran sus tonterías que no necesitan, y todo es risas y diversión hasta que llega enero y se dan cuenta de que hay que comer. {Jaime Muñoz me dio una vez por tuiter la mejor definición que tengo sobre la navidad: el gastadero de lo que no hay}]. Me tomé una cervecilla oscura alemana que compré por convivir, por aquella cuestión del calor que uno enfrenta al encender el carbón y pasarse un rato en la parrilla, asando la carne que disfrutarán los demás pero que sobre todo disfrutará uno mismo cuando se libre de las tareas del hombre-parrilla.
Fueron pasando las horas y la conversación tomó rumbos inesperados –nunca sabe uno qué rumbos pueden tomar las conversaciones si hay una abogada, dos psicólogas, una diseñadora gráfica y un flamante licenciado en filosofía en la conversación– y terminamos hablando sobre la inexistencia de la justicia y las mujeres influyentes de la historia como Leidi Di, Selena y Jenni Rivera.
El partido de futbol que yo esperaba ver era a las cuatro de la mañana pero cuando yo estaba terminando de escribir esta entrada para el blog eran apenas las tres y yo tenía un sueño que ya no podía [en parte por las cheves alemanas y en parte porque tengo un sueño acumulado de varios días gracias a mi trabajo que –ay, nanita– a veces me da más miedo que el mismísimo SAT] soportar.
En resumen: hice una carne asada y esperaba desvelarme pero me fui a dormir porque ya estoy viejo, ya no estoy para estos trotes y porque al rato van a hacerle a mi morra una operación de rutina que no por ser simple me tiene más tranquilo, y tenía que encontrar la forma de desahogarme, así que decidí venir con ustedes y pedirles cadenas de oración para que mi morra salga bien en su operación y para que a mí se me quite lo pendejo.

martes, 20 de noviembre de 2012

Que viva la revolución mexicana [y cualquier otro pretexto para no trabajar]

El humano es un animal de costumbres. Se nos da la oportunidad y convertimos cualquier novedad en rito, ceremonia, monotonía.
Basta con ver un calendario para darnos cuenta de que necesitamos tener la sensación de que las cosas son iguales una y otra vez, y que además no se nos dificulta para nada lograrlo. Aparte de celebrar el santoral, nuestra modernidad que tiene la consigna de la innovación a toda costa, se ha dedicado en los últimos años a ponerle nombre a todos los días (y, ¿por qué no soñar con ello?, días a todos los nombres).
Entran aquí toda clase de nombres para apretujarse en el modesto tablero de 365 casillas: "el día de la tolerancia", "el día internacional de la mujer", "el día mundial de la salud", y una interminable lista de etcéteras.
Todo esto no significa nada en absoluto. Hemos banalizado tanto los conceptos que ya ni siquiera sabemos a lo que nos referimos cuando los nombramos; pero esto no es exclusivo de los nombres porque hemos hecho lo mismo con los personajes históricos, con los representantes de la raza humana que antes se conocían como "héroes", con la historia misma.
"¿Qué es eso de la revolución mexicana?", sería una buena pregunta que ya ni siquiera se formula. Sí, claro, tenemos alguna noción vaga que le debemos a los excelentes programas de nuestra educación básica, pero en realidad nada importa, ni saber qué celebramos, ni celebrarlo realmente, porque si nos ponemos a investigar sobre el tema corremos el riesgo de desperdiciar esos días de asueto que nos dieron los señores con nombre de calle.
Aquí es donde estamos, inmersos en esta dinámica que le quita la sustancia a todo porque no tiene tiempo de nada, que trabaja, que marcha y cuya vida es marchar. Es un círculo vicioso que con una mano nos empuja al ciclo y con otra a veces hace como que nos salva. "Días de asueto", le llamamos al breve respiro que algunas veces nos podemos permitir.
El pretexto, como siempre ha pasado y como siempre pasará, es lo de menos.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Cholula es otra cosa

Cuando uno escucha eso del "choque cultural" se imagina a un árabe, un judío y un gallego entrando a un bar, o algo por el estilo, estereotipos de culturas que son totalmente ajenas, que no comparten ni el lenguaje, ni las costumbres, ni las creencias; pero hay otra forma de choque cultural que uno apenas siente cuando viaja por las ciudades de su país, ciertas formas de hablar, ciertas costumbres que difieren un poco de aquellas que se tenían en el terruño, gestos apenas a la hora de hablar, y que se va haciendo más notorio cuando uno se queda a vivir en otra parte.
Ahora que estoy en Puebla me está dando eso del choque cultural en forma de desconcierto y confusión ante ciertas particularidades de esta gente que tiene otra cultura, otra visión del mundo, las cuales sinceramente no entiendo.
Cuando estuve en Torreón había de vez en cuando alguna cosilla que me causaba risa, o que me parecía curiosa, que desentonaba con lo que yo conocía de cómo son y deben ser las cosas. Toda mi infancia y adolescencia viví y conviví con gente de Monterrey y de Saltillo, ciudades que no difieren mucho en usos y costumbres, y Torreón no está muy lejos de aquellas dos.
Hay un famoso eslogan que utilizan en Saltillo para referirse a su ciudad, "Saltillo es otra cosa", dicen, pero a mí no me lo pareció. Ahora bien, Cholula, no sé ni por donde empezar, Cholula sí que es otra cosa.
Ya me iré adaptando, porque para eso está uno, para adaptarse y ajustarse y estrecharse y expandirse; para cambiar, pues, y acabarse en el camino. Pero por lo pronto estoy aquí, un norteño que no sabe pa' dónde queda el norte, perdido en esta ciudad, con esta gente, con esta cultura que desconozco por completo y que -virgencita plis- espero asimilar pronto.

domingo, 28 de octubre de 2012

La reliquia lagunera

En Torreón tienen esta costumbre primitiva que se trata de preparar asado de puerco y siete sopas distintas [batidas, según lo que he logrado conocer hasta el momento] en honor de algún santito, de alguna virgencita o del niñito Jesús, siempre con el fin de adular a la entidad divina de elección para que se digne conceder un milagrito.
Resulta además que el 28 de octubre es el día de "San Juditas", el santo de los milagros imposibles, y como era de esperarse en una ciudad contradicción como ésta [ciudad contradicción porque está en medio del desierto, sin agua, sin recursos naturales, ¡y así se dedica a producir leche!], los altares y las ofrendas de comida para este santo pululan por todos lados.
A esta tradición de adulación, asado de puerco y siete sopas, que además puede incluir la danza de matachines, se le llama "reliquia" y definitivamente es una de las cosas que no voy a extrañar de aquí cuando me vaya.

jueves, 25 de octubre de 2012

El tiempo es como el agua


En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
De acuerdo dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Tampico.
Luis, de nueve años, y Julián, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
No dijeron a coro. Nos hace falta ahora y aquí.
—Para empezar —dijo la madre—, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Tampico, Tamaulipas, había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Monterrey vivían apretados en el departamento 6 del edificio 35 de los Condominios Constitución. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.
—El bote está en el garaje —reveló el papá en el almuerzo—. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
—Felicitaciones —les dijo el papá—. ¿Ahora qué?
—Ahora nada —dijeron los niños—. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron el antiguo reloj de péndulo que estaba en la sala. Un chorro de tiempo dorado y fresco como el agua empezó a salir del reloj roto, y lo dejaron correr hasta que el nivel llegó a cuatro palmos. Entonces detuvieron el péndulo del reloj, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Luis me preguntó cómo era que el tiempo se prolongaba con la sola oscilación del péndulo, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
—El tiempo es como el agua —le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
—Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada —dijo el padre—. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
—¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? —dijo Julián.
—No —dijo la madre, asustada—. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
—Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber —dijo ella—, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Luis y Julián, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El crimen del padre Amaro, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo del tiempo las cosas que durante años se habían perdido en el olvido.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
—Es una prueba de madurez —dijo.
—Dios te oiga —dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían Austin Powers en Goldmember, la gente que pasó por los Condominios Constitución vio una cascada de tiempo que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta Santa Catarina.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del departamento 6 del edificio 35, y encontraron la casa rebosada de tiempo hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga temporal. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Luis estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Julián flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantos relojes al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año de la escuela primaria “13 de Septiembre” se había ahogado en el departamento 6 del edificio 35 de los Condominios Constitución, en Monterrey, México, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en el tiempo.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Hombre lento*



Ha perdido una pierna, lo sé, y caminar no es divertido; pero después de cierta edad todos hemos perdido una pierna, más o menos. La pierna que le falta a usted no es más que una señal o un símbolo o un síntoma, nunca recuerdo cuál es cuál, de hacerse viejo, viejo y poco interesante.
Elizabeth Costello en “Hombre lento” de J.M. Coetzee.


Soy viejo, sí. La muerte me está reclamando por partes desde que tengo uso de conciencia. Aquella vez, por ejemplo, cuando aún niño me abrí la cabeza y tuvieron que darme quince puntadas, comprendí que la muerte iba ganando, que esos quince puntos de sutura eran también de otra naturaleza, que eran puntos en la escala de la vida y la muerte, puntos menos para mí en la hazaña de permanecer inmutable y ser inmortal.
Luego, muchas vidas después –que no sólo se muere la muerte definitiva– está aquella trágica ocasión en la que comprendí que el amor no es suficiente para ser feliz, aquella triste noche en la que debuté en la tragedia de los abandonados. No sé cuántos puntos me habrá ganado la muerte esa noche, no tuve cabeza, ni corazón, ni tripas para contarlos. Sólo entendí, pero más que entenderlo, sentí, que se me estaban yendo más que aquellos infantiles quince puntitos.
La última vez que aposté y perdí una fuerte suma contra la muerte, diría que fue cuando me entregué a todos los excesos conocidos por el hombre. Era joven y era fuerte, y eso me bastaba para convencerme de que la muerte era algo muy lejano, muy ajeno, muy destinado a la derrota en las batallas diarias. Terminé en una clínica de rehabilitación, después de una sobredosis de todo lo que tenía a mano y que casi me hace perder la apuesta completa.
Morí, en resumen, esa noche, porque perdí cualquier posibilidad de recuperarme en el juego, pero no morí del todo. Hay partes de mí que sobrevivieron, por ser las más fuertes. La fuerza no necesariamente es una bendición porque a veces lo más sensato sería dejarse vencer del todo, ceder ante lo inevitable. A veces la fuerza sólo alarga los días que duelen, y en mi caso fueron muchos. Se han ido muriendo todas esas partes, y así mi vida en los últimos años sólo fue la crónica de un hombre agonizante que se ha ido desintegrando de forma casi imperceptible.
Ahora sé lo que ya adivinaba en aquella edad temprana, cuando la sangre se me iba y yo pensaba en historias de vampiros que necesitan comer sangre porque la sangre es vida; lo que vislumbraba entonces, cuando lloraba con el corazón roto y creía que uno se puede morir de amor; lo que comprobé aquella vez que con la certeza de un rayo supe por primera vez que yo iba a ganarle todas las batallas diarias a la muerte, excepto una, la definitiva; lo que ahora, con la certidumbre de los años encima, sé después de ir viendo caer cada parte de mí.
Soy viejo, sí. Soy un viejo mutilado por heridas de batallas que gano todos los días; soy un viejo deforme, sin brazos, sin piernas, indefenso ya, cansado, lento. Espero a la muerte como quien espera a una vieja amiga, y saben dios y el diablo que si aún tuviera brazos, se los tendería con entusiasmo para fundirme con ella en un abrazo infinito; el abrazo del derrotado que ya no quiere luchar, al que ya no le interesa ganar ni perder, el último abrazo de dos enemigos de toda la vida que al final se dan cuenta de lo absurdo que es continuar con la guerra y deciden reconciliarse.

*Cuento basado en el libro "Hombre lento" de J.M. Coetzee.


miércoles, 22 de agosto de 2012

Adiós a Torreón


Pronto llegará el momento de despedirme de esta ciudad horrible y me alegra, me alegra mucho.
Ya no voy a sufrir el sofocante calor del desierto cada que tenga que salir a la calle entre ocho de la mañana y ocho de la noche; ya no me sorprenderán repentinas tormentas de arena que aquí en el rancho la gente llama “tolvaneras”; ya no voy a tener que apurarme para llegar a mi casa antes de las diez de la noche por el temor a que me asalten ni tendré que estar siempre alerta por la posibilidad de que se desate una balacera en cualquier momento; ya no me toparé con soldados, policías federales ni policías municipales armados peor que Rambo cuando lo mandaron solito a Afganistán y tampoco sentiré ese miedo tan arraigado y convertido en cualquier otra cosa que sentimos los que vivimos en una ciudad sitiada.
Sólo estuve cinco meses y estaré uno más pero me voy con la experiencia de mi primer incidente como víctima de asalto a mano armada, con vocabulario nuevo y con el peor recuerdo que tengo de cualquier ciudad a la que haya ido. Sin embargo, también me da algo de pena, también siento que voy a dejar algo aquí que ya no voy a recuperar en ninguna parte. Dejo amigos, dejo gente interesante que pude conocer en este brevísimo tiempo, dejo proyectos que me harían muy feliz si a pesar de todo tuviera que quedarme.
Adiós, Torreón. No voy a extrañarte [aunque quizá sí, poquito, a veces, cuando me acuerde de que a pesar de todo lo malo que tienes también tienes a tu gente buena e interesante, cuando me acuerde de que a pesar de todo fuiste mi hogar durante casi seis meses, pero más que nada, cuando me acuerde de los lonches de adobada].

Adjunto glosario lagunero:
Asquel: Del náhuatl “āskā-tl”, hormiga pequeña. Hormiga pequeña.
Hamburguesada: De “hamburguesa”. Evento en el que la principal característica es la venta multitudinaria de hamburguesas con el fin de recaudar fondos para una causa específica.
Lonche de adobada: Pan francés relleno de carne adobada de puerco, tomate, lechuga, aderezos. Aguacate opcional [lonche mixto de adobada].
Moyote: Del náhuatl “amoyotl”, mosquito de agua. Mosquito pero no necesariamente de agua.
Pollocoa: Híbrido de las palabras “pollo” [castellano] y “barbecue” [inglés]. Ver “hamburguesada”; lo mismo pero con pollos. [En general, la partícula “-ada” utilizada como sufijo cumple la función de indicar un evento en el que la característica esencial del evento se refiere al sustantivo al que se le agrega. V.g. Albercada, Burrada, Charreada, Tardeada.]
Reborujado: De “burujo”. Revuelto.
Refri[geración]. f. Sistema de aire lavado.
Tortillón: De “tortilla”. Tortilla gigante rellena con un guiso que puede variar. Casi equivalente al burrito, con la diferencia de que el burrito se enrolla y el tortillón se dobla.

miércoles, 8 de agosto de 2012

La gran aportación de Metrocles a la filosofía


En “Vidas de los filósofos más ilustres”, Diógenes Laercio presenta los datos biográficos, tanto los comprobados como los dudosos, de una considerable cantidad de pensadores griegos. En la lista se encuentran Parménides, Heráclito, Sócrates, Platón, Aristóteles, entre otros.
Entre tanto nombre docto destacan algunos menos conocidos y tampoco faltan otros que probablemente la mayoría de la gente no ha escuchado nombrar jamás.
En ese conjunto de filósofos ilustres desconocidos podemos encontrar a Metrocles.
¿Quién fue Metrocles? ¿Qué sabias palabras dijo? ¿Qué aportó a la historia de la filosofía para estar considerado dentro de los nombres más ilustres?
Se tiró un pedo.
No es broma. Metrocles es famoso y pasó a la historia por tirarse un pedo.
Mientras que Diógenes Laercio dedica grandes extensiones del libro a las biografías de Sócrates, Platón y los demás rockstars de la filosofía griega, a nuestro Metrocles apenas le asigna una página en la que brevemente relata la anécdota por la que este personaje pasó a la historia.
Un día en plena lección de filosofía con Teofrasto Peripatético (alumno de Aristóteles) se le escapó involuntariamente una ventosidad. Fue tal su vergüenza que se encerró en su habitación con la intención de dejarse morir.
Un cínico (no cínico por sinvergüenza, bueno sí, pero no nada más porque sí, también alumno de Diógenes el Can [y de ahí “cínicos” a los seguidores de su filosofía]) llamado Crates, armándose de valor y de gases mediante la ingestión de altramuces, entró a la habitación con él y lo convenció de que nada tenía de malo producir y liberar ventosidades cuando esto era acorde a natura; luego de su argumento irrefutable zanjó la cuestión pedorreándose también, con lo cual terminó de convencer a Metrocles, quien desde entonces se convirtió a la filosofía cínica.
Y ya, Diógenes Laercio explica un poco más de la vida de Metrocles pero en realidad todo se reduce a que un día se le escapó una ventosidad. Más adelante en el texto dice Diógenes que Metrocles murió muchos años después, sofocándose a sí mismo (los caminos de dios son misteriosos, irónicos).
Cuando pienso en nuestro querido Metrocles y de su gran aporte a la filosofía, un pedo, no puedo evitar acordarme de tantos otros filósofos solemnes y eminentes que pasaron a la historia por tener pensamientos complejos y complicados, que bien pudieron surgir bajo la influencia de un gas atorado.
¡Oh, Kant! ¡Oh, Hegel! ¡Oh, Heidegger! Me recuerdan tanto a Metrocles.

martes, 15 de mayo de 2012

Un chango con pistola


Anoche no podía conciliar el sueño. Cualquier sonido que se escucha después de cierta hora me parece amenazador. Es una cosa terrible esto de vivir con miedo, pero dadas las circunstancias ya no se puede vivir de otra forma.
Los que me siguen en Twitter saben que hace apenas unas semanas intentaron asaltarme justo en la puerta de mi departamento, en Torreón.
Salí con mi morra un domingo por la noche a comprar agua, aquí nomás, cruzando la calle, y cuando volvíamos se nos acercó un tipo armado que nos amagó. Nos pidió celulares, no los traíamos; nos pidió carteras, no las traíamos; nos pidió la llave del coche, no la traíamos. Al final sólo se llevó veinte pesos, lo único que sí teníamos aunque no nos lo haya pedido.
Antes de irse, eso sí, muy amablemente, nos interrogó: “¿Ustedes son los que andan peinando, verdad?” y “¿Supieron lo que le acaba de pasar al güey de aquí enfrente? Lo tronaron”, y nos amenazó diciendo que iba a estar vigilándonos.
Eso no es nada.
Esta semana me enteré de que a un amigo mío de Monterrey lo secuestraron diez horas, también en la puerta de su casa, para pedirle a su familia un rescate de quinientos mil pesos.
¡Quinientos mil pesos! ¡A una persona trabajadora de clase media!
Pues bien, las negociaciones de los secuestradores con la familia de mi amigo llegaron hasta un punto en el que ellos tuvieron que ceder y lo dejaron libre cuando recibieron la cuantiosa cantidad de catorce mil pesos.
¿Se puede apreciar lo que hay aquí?
Son simples ladroncillos. Tanto el que me amenazó a mí como el que secuestró a mi amigo son simples ladroncillos; mentecatos con armas de fuego que se sienten omnipotentes porque pueden amedrentarnos y manipularnos tan solo por el hecho de que si se les antoja nos disparan y ya, se acaba el problema para ellos.
No preocupa que haya este tipo de gente, porque siempre la ha habido. Lo que preocupa aquí es la impunidad con la que se manejan. Yo no puse ninguna denuncia. Mi amigo no puso ninguna denuncia. Y no lo hicimos por razones complicadas u ocultas, lo hicimos simple y sencillamente porque tenemos miedo.
Miedo.
Acá nos movemos en varias ciudades de México, señores, entre el miedo. Salir a la calle representa para nosotros un riesgo inimaginable para mucha gente; confiar en la gente es un lujo que ya no podemos darnos. Estamos cautivos, presos.

Estas condiciones de vida no son dignas de alguien que presume de vivir en una democracia, que pretende tener derechos humanos. Así no se puede tener una calidad de vida aceptable, no se puede dormir durante la noche, no se puede disfrutar durante el día. Uno supone que algo se está haciendo mal. ¿No nos damos cuenta de que algo estamos haciendo mal?
Ahora la pregunta, la gran pregunta para todos nosotros no puede ser ya otra: ¿Qué es lo que tenemos que cambiar? ¿Qué es lo que hemos venido haciendo mal? Ojalá podamos responderla a tiempo, antes de que nos mate algún troglodita con pistola.

lunes, 20 de febrero de 2012

Parque México (O cómo dos prietos no pueden pasear a gusto ahí)

Después les hablaré de Manuel. Por ahora basta decir acerca de él que es el encargado de un hostal de la colonia Condesa, en la Ciudad de México.

Esa vez, fue Manuel el que nos recomendó a mi amigo y a mí que buscáramos retas de futbol en el Parque México. Eran aproximadamente las 7:30 p.m., y ya había caído la noche cuando llegamos. ¿Se representan la imagen? Dos regiomontanos feos, prietos y fachosos deambulando por ese parque a la hora en la que está más concurrido.

Pues ahí vamos confiados en que no tiene nada de malo recorrer un parque de punta a punta para buscar algo que nos dijeron que iba a haber ahí. Pero no.

No, señor. Dos regios feos, prietos y fachosos no pueden deambular por entre la gente bonita y nice de la Condesa sin levantar sospechas de esas nobles y tiernas almas. Así que se detiene una patrulla al lado de nosotros, y dos oficiales de policía (por decir algo) se acercan a nosotros con una estrategia que seguro les enseñó el FBI: uno nos aborda de frente y el otro rodea unas plantas y árboles para llegar de costado a nosotros.

Nos preguntan todo, que a dónde íbamos, que de dónde éramos, que dónde nos hospedábamos. Nos solicitaron una identificación, pero como dejamos todo en el hostal, no pudimos proporcionársela. Nos regañaron por eso, y al final, cúspide del momento más ridículo o más algo que he tenido en mucho tiempo, nos registraron en busca de armas, drogas o qué sé yo qué habrán imaginado los señores.

Antes de que nos registraran, le pregunté a uno de los polis, al de la panza más prominente, porque tengo entendido que según el rango es la panza, el porqué de tanto show. Me respondió con un simple “los vecinos los reportaron como sospechosos”.

Cien personas paseando en el parque (algunos besándose en las bancas de los rincones más oscuros, otros fumando mota en rincones ni tan oscuros) y los sospechosos éramos nosotros. Los regios feos, prietos y fachosos.

Así es como funcionan las cosas aquí. Así es como aplica aquel dicho de “como te ven, te tratan”. Así es como dos regios feos, prietos y fachosos no pueden pasear por el Parque México sin levantar la sospecha de que algo malévolo traman. Así es como hacemos tributo a la época en la que vivimos, esa época del culto a la imagen, esa época superficial y de juicios inmediatos en la que estamos inmersos.

Al final, para colmo, ni siquiera juegan futbol.

martes, 14 de febrero de 2012

¿Qué celebramos cuando decimos "amor"?

“¿Por qué no celebras el 14 de febrero?”, me preguntaron. Pues bien, la respuesta es sencilla y directa: no celebro eso que ustedes llaman “día del amor y la amistad” porque –¡ay, tragedia moderna generalizada!– el nombre no se corresponde con lo que representa.

Conste que no estoy “en contra” del amor porque, a fin de cuentas, ni siquiera sé a qué se refieren ustedes con eso. El concepto es bastante subjetivo y puede abarcar una infinidad de emociones que luego pretendemos resumir con ese nombre. Jamás voy a estar contra las pasiones, y el amor es, en definitiva, una de ellas.

Lo que no apoyo es la forma en que se pretende restringir a esa pasión, definirla en límites estrictos, establecer protocolos adecuados para su expresión, y sobre todo, estandarizarla con ciertos lineamientos para su correcto uso.

Esta idea de la estandarización no es exclusiva para las celebraciones, pues podemos verla en muchos ámbitos de la sociedad. En la educación, por ejemplo, tenemos las “competencias”; en la política, la “democracia”; en la industria, la “calidad de la producción en línea”. Siempre estándares, siempre todo igual.

El estándar para un “día del amor y la amistad” es simple, de tal forma que hasta el más humilde de los hijos de la virgencita de Guadalupe pueda seguirlo sin necesidad de esfuerzo: uno va a las tiendas, compra flores, compra chocolates, compra globos y es feliz porque tiene amor.

Por fin hemos logrado lo que nuestros ancestros soñaban, es decir, hemos convertido al “amor” en un producto. No sólo el 14 de febrero, pues el 10 de mayo, el 24 de diciembre, y así en todas las fechas “importantes” ocurre exactamente lo mismo.

Vivimos en un mundo limitado, en una sociedad de autómatas que nos programa hasta lo que debemos sentir, y eso es lo que celebramos todos los 14 de febrero, todos los 10 de mayo y todos los 24 de diciembre de nuestras vidas. Estamos representando un panegírico teatral para el estándar, para la norma, para la falta de individualidad.

Decía Marx que el hombre pleno, el hombre no alienado, podía permitirse cazar por la mañana, pescar por la tarde, arrear ganado por la noche y, en los tiempos libres, ser crítico de las ideas; todo esto sin necesidad de ser cazador, pescador, ganadero o crítico exclusivamente. Pues bien, me parece que el hombre de nuestras sociedades tiene una plenitud distinta, que nos caracteriza, nos define: nosotros somos felices comprando esferitas en diciembre, chocolates en febrero, juguetes en abril y dulces en octubre; ahí está lo que nos queda.

¡La polecía del karma desea un feliz “día del amor y la amistad” para todos! Un feliz día de la estandarización, la pérdida de la individualidad y las pasiones programadas.