domingo, 28 de octubre de 2012

La reliquia lagunera

En Torreón tienen esta costumbre primitiva que se trata de preparar asado de puerco y siete sopas distintas [batidas, según lo que he logrado conocer hasta el momento] en honor de algún santito, de alguna virgencita o del niñito Jesús, siempre con el fin de adular a la entidad divina de elección para que se digne conceder un milagrito.
Resulta además que el 28 de octubre es el día de "San Juditas", el santo de los milagros imposibles, y como era de esperarse en una ciudad contradicción como ésta [ciudad contradicción porque está en medio del desierto, sin agua, sin recursos naturales, ¡y así se dedica a producir leche!], los altares y las ofrendas de comida para este santo pululan por todos lados.
A esta tradición de adulación, asado de puerco y siete sopas, que además puede incluir la danza de matachines, se le llama "reliquia" y definitivamente es una de las cosas que no voy a extrañar de aquí cuando me vaya.

jueves, 25 de octubre de 2012

El tiempo es como el agua


En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
De acuerdo dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Tampico.
Luis, de nueve años, y Julián, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
No dijeron a coro. Nos hace falta ahora y aquí.
—Para empezar —dijo la madre—, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Tampico, Tamaulipas, había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Monterrey vivían apretados en el departamento 6 del edificio 35 de los Condominios Constitución. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.
—El bote está en el garaje —reveló el papá en el almuerzo—. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
—Felicitaciones —les dijo el papá—. ¿Ahora qué?
—Ahora nada —dijeron los niños—. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron el antiguo reloj de péndulo que estaba en la sala. Un chorro de tiempo dorado y fresco como el agua empezó a salir del reloj roto, y lo dejaron correr hasta que el nivel llegó a cuatro palmos. Entonces detuvieron el péndulo del reloj, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Luis me preguntó cómo era que el tiempo se prolongaba con la sola oscilación del péndulo, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
—El tiempo es como el agua —le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
—Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada —dijo el padre—. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
—¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? —dijo Julián.
—No —dijo la madre, asustada—. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
—Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber —dijo ella—, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Luis y Julián, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El crimen del padre Amaro, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo del tiempo las cosas que durante años se habían perdido en el olvido.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
—Es una prueba de madurez —dijo.
—Dios te oiga —dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían Austin Powers en Goldmember, la gente que pasó por los Condominios Constitución vio una cascada de tiempo que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta Santa Catarina.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del departamento 6 del edificio 35, y encontraron la casa rebosada de tiempo hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga temporal. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Luis estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Julián flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantos relojes al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año de la escuela primaria “13 de Septiembre” se había ahogado en el departamento 6 del edificio 35 de los Condominios Constitución, en Monterrey, México, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en el tiempo.