jueves, 13 de septiembre de 2012

Hombre lento*



Ha perdido una pierna, lo sé, y caminar no es divertido; pero después de cierta edad todos hemos perdido una pierna, más o menos. La pierna que le falta a usted no es más que una señal o un símbolo o un síntoma, nunca recuerdo cuál es cuál, de hacerse viejo, viejo y poco interesante.
Elizabeth Costello en “Hombre lento” de J.M. Coetzee.


Soy viejo, sí. La muerte me está reclamando por partes desde que tengo uso de conciencia. Aquella vez, por ejemplo, cuando aún niño me abrí la cabeza y tuvieron que darme quince puntadas, comprendí que la muerte iba ganando, que esos quince puntos de sutura eran también de otra naturaleza, que eran puntos en la escala de la vida y la muerte, puntos menos para mí en la hazaña de permanecer inmutable y ser inmortal.
Luego, muchas vidas después –que no sólo se muere la muerte definitiva– está aquella trágica ocasión en la que comprendí que el amor no es suficiente para ser feliz, aquella triste noche en la que debuté en la tragedia de los abandonados. No sé cuántos puntos me habrá ganado la muerte esa noche, no tuve cabeza, ni corazón, ni tripas para contarlos. Sólo entendí, pero más que entenderlo, sentí, que se me estaban yendo más que aquellos infantiles quince puntitos.
La última vez que aposté y perdí una fuerte suma contra la muerte, diría que fue cuando me entregué a todos los excesos conocidos por el hombre. Era joven y era fuerte, y eso me bastaba para convencerme de que la muerte era algo muy lejano, muy ajeno, muy destinado a la derrota en las batallas diarias. Terminé en una clínica de rehabilitación, después de una sobredosis de todo lo que tenía a mano y que casi me hace perder la apuesta completa.
Morí, en resumen, esa noche, porque perdí cualquier posibilidad de recuperarme en el juego, pero no morí del todo. Hay partes de mí que sobrevivieron, por ser las más fuertes. La fuerza no necesariamente es una bendición porque a veces lo más sensato sería dejarse vencer del todo, ceder ante lo inevitable. A veces la fuerza sólo alarga los días que duelen, y en mi caso fueron muchos. Se han ido muriendo todas esas partes, y así mi vida en los últimos años sólo fue la crónica de un hombre agonizante que se ha ido desintegrando de forma casi imperceptible.
Ahora sé lo que ya adivinaba en aquella edad temprana, cuando la sangre se me iba y yo pensaba en historias de vampiros que necesitan comer sangre porque la sangre es vida; lo que vislumbraba entonces, cuando lloraba con el corazón roto y creía que uno se puede morir de amor; lo que comprobé aquella vez que con la certeza de un rayo supe por primera vez que yo iba a ganarle todas las batallas diarias a la muerte, excepto una, la definitiva; lo que ahora, con la certidumbre de los años encima, sé después de ir viendo caer cada parte de mí.
Soy viejo, sí. Soy un viejo mutilado por heridas de batallas que gano todos los días; soy un viejo deforme, sin brazos, sin piernas, indefenso ya, cansado, lento. Espero a la muerte como quien espera a una vieja amiga, y saben dios y el diablo que si aún tuviera brazos, se los tendería con entusiasmo para fundirme con ella en un abrazo infinito; el abrazo del derrotado que ya no quiere luchar, al que ya no le interesa ganar ni perder, el último abrazo de dos enemigos de toda la vida que al final se dan cuenta de lo absurdo que es continuar con la guerra y deciden reconciliarse.

*Cuento basado en el libro "Hombre lento" de J.M. Coetzee.