Ha perdido una pierna, lo sé, y caminar no es divertido;
pero después de cierta edad todos hemos perdido una pierna, más o menos. La
pierna que le falta a usted no es más que una señal o un símbolo o un síntoma,
nunca recuerdo cuál es cuál, de hacerse viejo, viejo y poco interesante.
Elizabeth Costello en
“Hombre lento” de J.M. Coetzee.
Soy viejo, sí. La
muerte me está reclamando por partes desde que tengo uso de conciencia. Aquella
vez, por ejemplo, cuando aún niño me abrí la cabeza y tuvieron que darme quince
puntadas, comprendí que la muerte iba ganando, que esos quince puntos de sutura
eran también de otra naturaleza, que eran puntos en la escala de la vida y la
muerte, puntos menos para mí en la hazaña de permanecer inmutable y ser
inmortal.
Luego, muchas vidas
después –que no sólo se muere la muerte definitiva– está aquella trágica
ocasión en la que comprendí que el amor no es suficiente para ser feliz,
aquella triste noche en la que debuté en la tragedia de los abandonados. No sé
cuántos puntos me habrá ganado la muerte esa noche, no tuve cabeza, ni corazón,
ni tripas para contarlos. Sólo entendí, pero más que entenderlo, sentí, que se
me estaban yendo más que aquellos infantiles quince puntitos.
La última vez que
aposté y perdí una fuerte suma contra la muerte, diría que fue cuando me
entregué a todos los excesos conocidos por el hombre. Era joven y era fuerte, y
eso me bastaba para convencerme de que la muerte era algo muy lejano, muy
ajeno, muy destinado a la derrota en las batallas diarias. Terminé en una
clínica de rehabilitación, después de una sobredosis de todo lo que tenía a
mano y que casi me hace perder la apuesta completa.
Morí, en resumen, esa
noche, porque perdí cualquier posibilidad de recuperarme en el juego, pero no
morí del todo. Hay partes de mí que sobrevivieron, por ser las más fuertes. La
fuerza no necesariamente es una bendición porque a veces lo más sensato sería
dejarse vencer del todo, ceder ante lo inevitable. A veces la fuerza sólo
alarga los días que duelen, y en mi caso fueron muchos. Se han ido muriendo
todas esas partes, y así mi vida en los últimos años sólo fue la crónica de un
hombre agonizante que se ha ido desintegrando de forma casi imperceptible.
Ahora sé lo que ya
adivinaba en aquella edad temprana, cuando la sangre se me iba y yo pensaba en
historias de vampiros que necesitan comer sangre porque la sangre es vida; lo
que vislumbraba entonces, cuando lloraba con el corazón roto y creía que uno se
puede morir de amor; lo que comprobé aquella vez que con la certeza de un rayo
supe por primera vez que yo iba a ganarle todas las batallas diarias a la
muerte, excepto una, la definitiva; lo que ahora, con la certidumbre de los
años encima, sé después de ir viendo caer cada parte de mí.
Soy viejo, sí. Soy un
viejo mutilado por heridas de batallas que gano todos los días; soy un viejo
deforme, sin brazos, sin piernas, indefenso ya, cansado, lento. Espero a
la muerte como quien espera a una vieja amiga, y saben dios y el diablo que si
aún tuviera brazos, se los tendería con entusiasmo para fundirme con ella en un
abrazo infinito; el abrazo del derrotado que ya no quiere luchar, al que ya no
le interesa ganar ni perder, el último abrazo de dos enemigos de toda la vida
que al final se dan cuenta de lo absurdo que es continuar con la guerra y deciden
reconciliarse.
*Cuento basado en el libro "Hombre lento" de J.M. Coetzee.
*Cuento basado en el libro "Hombre lento" de J.M. Coetzee.
No sea mamón.
ResponderEliminarSí lo soy, señor valiente que no tiene nombre.
EliminarAutor del comentario: el morrito Daniel Carlos Solís Rodríguez.
EliminarAdemás de la alusión a Coetzze, tiene próxima la referencia de Márai en su Último encuentro: la reconciliación de los enemigos, la rendición ante la espera, y sí... ante el último encuentro.
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