domingo, 4 de diciembre de 2011

Cuando conocí el ministerio público

Apenas comienzo a subir las escaleras y un soldado que está de guardia en la entrada principal ya sigue con atención cada uno de mis movimientos. No me quita la mirada de encima hasta que llego al último escalón y le doy las buenas tardes. Me gruñe algo que suena a “astards”, y vuelve a dirigir la mirada sobre los automóviles que pasan a toda velocidad por la Av. Gonzalitos de Monterrey.

Eso es para mí una oficina del ministerio público.

Hasta ahora, jamás había tenido la necesidad de ir a uno de esos lugares que parecen un performance artístico en homenaje al buen Kafka. Lo del soldado con su arma de alto poder en la puerta es sin duda lo que recordaré siempre; su cara de póquer, totalmente en blanco, tan así que yo no podía decir un segundo antes si me iba a saludar o a acribillar por osar dirigirle la palabra. Lo demás –trámites, siempre trámites– es igual que en todos lados: ventanillas aquí, ventanillas allá, tome su turno, espere su turno, televisiones con programas ridículos, niños corriendo, funcionarios públicos con cara de jamás saldré de aquí.

Supongo que ya era hora, que en algún lugar el azar justiciero determinó que habiendo tantos delitos y tan mal repartidos en el mundo, se estaba llegando la hora en la que yo tuviera que verme involucrado directamente como víctima aunque sea en uno. Un ladroncillo de poca categoría –abundan, hasta en el reino del crimen los mediocres son legión– halló de su agrado mi automóvil para romperle un vidrio, abrir la cajuela y sacar mi cartera, mi celular y mi laptop, mientras yo tan inconscientemente por no desconfiar siempre de todos y en todos lados practicaba deporte en unas canchas de futbol que están justo al lado de un cuartel de la policía municipal.

Todo el día, mientras veía cómo mi domingo se me iba en trámites y otras tonterías, estuve pensando en esto que me pasó, que le pasa a tantas personas todos los días. Pensé lo que uno siempre piensa en estos casos, que la desigualdad social, que la naturaleza humana, que los que somos pobres pero honrados, que los que no. También pensé en todos esos delitos que veo en las noticias cada mañana, que los asesinatos, que los enfrentamientos armados, que los secuestrados.

Ya casi termina mi domingo, el peor domingo que he tenido en mucho tiempo, y tengo una conclusión a la que llegué con todo esto. Es una conclusión muy triste, pero es la única lógica, la única que sobrevivió a toda esa tribulación de ideas y recuerdos que me estuvieron atacando todo el día desde un coraje que hoy –y espero que sólo por hoy– anidó en lo más profundo de mi corazón.

En un mundo en el que justo al lado del cuartel de policía te rompen un cristal para robarte mientras haces deporte, en el que un soldado te recibe en la oficina del ministerio público con una cara que no sabes si es de voy a saludarte o de voy a matarte a tiros, y en el que todos los días sin excepción matan, secuestran, torturan a tanta gente que ya nos parece normal; en ese mundo, supongo que debo estar agradecido porque se llevaron mi laptop y no mi vida.

Aunque quizá eso también es sólo cuestión de estadística, y sólo me hace falta un poco más de tiempo.

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